Hablamos y hablamos sin parar, muchas veces para no decir nada, sólo porque nos gusta oirnos o que nos oigan los demás.
Cuántas veces pensamos antes lo que vamos a decir?
Cuantas veces medimos el alcance de nuestras palabras?
Simplemente dejamos que salgan por nuestra boca. Sin el filtro de la prudencia, sin sopesar el contenido y su repercusión en quien está al otro lado. Sin embargo, cuantos disgustos nos ahorraríamos y le ahorraríamos a nuestro interlocutor.
La vida actual es prisa, pero deberíamos hablar con pausa, con sosiego. Ojalá pudiésemos hablar menos y escuchar más.
Vertimos nuestras palabras, a veces diciendo lo que no queríamos decir, a quien no se lo queríamos decir. Son el eco de nuestro interior. Si hay furia, frustración, tristeza, envidia, celos y un largo etcétera, esos sentimientos ocultos brotarán disfrazados en forma de palabras.
Huimos torpemente del silencio, cuando el silencio es el mejor bálsamo del alma. Cuantas veces consolaríamos mejor al amigo afligido permaneciendo a su lado, sin hablar, sólamente haciéndole sentir nuestra presencia, transmitiéndole nuestra amistad y amor con una mirada.
Otras veces hablamos para ocultar unos sentimientos que nos averguenzan, para evitar que nuestra mirada nos delate, para distraer con nuestros labios lo que dicen nuestros ojos.
De qué hablamos? simplemente de la cobardía. Ocultar lo que verdaderamente querríamos decir y enmascararlo con palabras.
Mirémonos en silencio y que hablen nuestros ojos, ellos contienen la verdad.